El periplo de “Ulises”

Hugo Ortega Gómez
4 min readSep 1, 2020

Finalizaba el año 1996, y con él mi segundo año de Medicina. Los cursos de Fisiología ya estaban aprobados. En mis manos, un macizo “ladrillo” de algo más de 800 páginas, de tapa blanda con un diminuto reticulado en blanco y negro. La única manera de hacer caber allí las 267.000 palabras que le adjudica Wikipedia a la novela Ulises es mediante letra ínfima, márgenes mínimos, papel demasiado próximo a la translucidez impúdica y prescindencia casi absoluta de notas que faciliten la lectura.

  • James Joyce, autor, irlandés en lo albores del siglo XX –y ya sabemos las connotaciones de ser irlandés en los ‘90–, educado con los jesuitas, quiso estudiar medicina en París pero no pudo por motivos económicos, dedicándose luego plenamente a la literatura.
  • Leopold Bloom, protagonista, bonachón circunspecto de ascendencia judía, dedicado a la publicidad, masón.
  • Stephen Dedalus, coprotagonista, educado con los jesuitas, retraído, apasionado de la literatura, con pocas destrezas para aproximarse a las mujeres, estudiante de medicina en Paris que abandona su carrera para dedicarse a la literatura.

¿Qué podía decirle esta poco santa trinidad a un estudiante de medicina, próximo a cumplir 20 años, educado con los jesuitas, lector voraz que coqueteaba con la escritura, de pocas destrezas con las mujeres, con un par de ancestros masones? El verano traería la respuesta. O al menos una parte de ella.

Ulises llegaba a mis manos precedido por su fama: libro complejo, compendio (y a la vez anticipo) de gran parte de los estilos y corrientes literarias que se desarrollarían durante el resto del siglo, titánico desafío para sus traductores ya que ostentaba de sisnsentidos lingüísticos, censurado por “obsceno” en varios países al momento de su publicación (aunque, leído casi 75 años después, esta acusación exudaba una anacrónica moralina). Un relato que transcurre durante unas 18 horas, narrando lo ocurrido a sus protagonistas entre la mañana del 16 de junio de 1904 y la madrugada siguiente, tomando como escenario a la ciudad de Dublín.

Placa sobre una acera en Dublín, que señala el lugar donde se desarrolla el Episodio 7 de “Ulises”.

Tanto en Obra abierta como en Lector in fabula, Joyce es usado por Umberto Eco para ejemplificar sus ideas acerca de un “texto abierto” a múltiples niveles de interpretación –y, por lo tanto, de posibles comprensiones–, y al rol que le compete al “lector modelo”, individuo ideal capaz de complementar, en el momento de la lectura, la obra propuesta por el autor. Para complementar a Joyce se requeriría, según esto, de un lector cuasi enciclopédico. Con una edición del libro como la que tenía entre manos, con notas y aclaraciones prácticamente ausentes, y una internet que existía escasamente en 24 computadores de la Casa Central de la Universidad Católica, yo no podía pretender ser aquel lector. Pero como en aquel entonces no había leído esos textos de Umberto Eco, desconocía mi condición y allí estaba, tropezando página tras página.

Recuerdo especialmente lo fatigoso que me resultó el capítulo en que discuten sobre Shakespeare, y cómo suponía no entenderlo por el solo hecho de no haber leído sus obras completas. Pero también recuerdo el momento en que logré intuir lo que Eco señalaba: en una página cualquiera, se deslizaba casi al pasar una palabra que identificaba un experimento tradicional de los estudios de fisiología, los cuales recién había terminado. Y esa mención confería a lo allí relatado un sentido superpuesto al que entregaba una lectura que prescindía de esa referencia. ¿Cuántos sentidos, cuántas interpretaciones adicionales encubría un libro de un cuarto de millón de palabras?

Mi ejercicio lector era solitario, nadie en mi entorno había leído el libro, nadie disponible para comentarlo. Aunque tal vez… La madre de mi polola de esos días era profesora de castellano en un reconocido colegio jesuita. Le comenté al pasar que estaba leyendo Ulises. No pareció acusar recibo. Intenté ser más directo, así que probablemente le pregunté qué opinaba del libro. Respondió con aspereza que no hacían falta mil páginas para dar cuenta de la pérdida del sentido que se experimentaba en el mundo moderno.

Mi lectura forzosamente solitaria se sobrepuso a lo pantanoso que, por momentos, se volvía el libro. Así, poco a poco, se fue convirtiendo en experiencia. Probablemente cerca del final, tomándole el peso a lo que había alcanzado a vislumbrar a partir de la mención al experimento fisiológico, concluí que era un libro que en algún momento debería releer. Su lectura sería diferente cuando mi experiencia como lector y como persona fuera mayor, cuando tal vez me hubiera aproximado un par de pasos a esa ilusión del lector modelo. Cuando tal vez hubieran pasado, qué se yo, diez años, por decir un número. Un número que en ese momento significaba la mitad de lo que ya había vivido. Así de ingenuo se puede ser a esa edad.

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Hugo Ortega Gómez

Trabajador público en Salud Mental. Magíster en Filosofía. Corredor habitual. Cafetero empedernido. Disfruto la lectura y la (re)generación de preguntas.