El palmocentrismo del tacto

Hugo Ortega Gómez
3 min readJun 28, 2022

Bajo ciertas condiciones, la piel es el territorio del tacto. En una persona adulta este territorio se extiende entre 1,5 y 2 m2, pero no necesariamente va a desplegar lo táctil. Tal vez la condición esencial sea la indemnidad de la piel, aunque también es adecuado recordar que los receptores cutáneos se distribuyen con mayor densidad en lugares específicos. Las palmas de las manos, y aquellas zonas de repliegue corporal donde el epitelio transiciona de epidérmico a mucoso, concentran la mayor parte de la experiencia perceptiva del tacto. La piel en general, y estas zonas en particular, se encuentran además sujetas a un régimen de exposición altamente codificado: el cuánto, el dónde y el cuándo deben ajustarse a lo social y culturalmente normado. Como resultado, nuestra apertura al mundo –ya sea para constatar el inefable entrelazo o el desgarro del abismo– pareciera jugarse en las palmas de nuestras manos. ¿Sería posible plantear el palmocentrismo del tacto?

Manos y rostros acogen el mandato de exhibición. Quien cubre su rostro es considerado una amenaza. Quien no deja ver sus manos es porque algo se trae entre ellas.

[…] la palpación táctil, en la que interrogador e interrogado están más próximos, y de la cual, después de todo, la del ojo es una notable variante. (Merleau-Ponty: Lo visible y lo invisible).

Emprendo el recorrido decidido a no sucumbir al palmocentrismo, avalado por la seguridad de que nadie debiera ofenderse ante la exposición del dorso de mi mano. Al poseer menos densidad y variedad de receptores, espero obtener una experiencia en que la ausencia de detalles permita realzar la sensación en bruto, con un mínimo de atributos. Pero la experiencia táctil se halla íntimamente mezclada con la palpación de la mirada, nos recuerda Le Breton: el tacto es una inteligencia en acción, ha sido educado junto a la visión para la adaequatio rei et intellectus.

Antes de tocar ya espero algo: temperatura, consistencia, rasgos de superficie. El dorso de la mano es escueto: el poste metálico oxidado que anticipaba frío por la brisa marina se me presenta tibio, su pintura descascarada no son finas láminas aguzadas sino mera rugosidad. El escalón de cemento que separa el paseo peatonal de la arena es menos consistente de lo esperado (aunque mis glúteos me indiquen lo contrario), mientras que su borde irregular se insinúa cortante si el área de contacto y la velocidad del roce son las propicias. Las largas hojas secas de los arbustos que crecen a ras de tierra las percibo frágiles y a la vez firmes, asemejándose a aquellos papeles no totalmente blanqueados: su carácter ya desvitalizado las hace parecer inorgánicas. Las hojas verdes, por el contrario, se encuentran tersas, recuperan su posición luego de ser movilizadas: a pesar de su frialdad están henchidas de vitalidad. Las bancas de madera que permiten mirar la rompiente de las olas también son engañosas: pese a dejar ver sus vetas, los listones han sido a tal punto pulimentados y suavizados que asemejan un artificio.

Y es que tal vez, como sugiere Lévi-Strauss, América sea el lugar de las ciudades configuradas como paisajes artificiales.

  • Maurice Merleau-Ponty: Lo visible y lo invisible.
  • David Le Breton: El sabor del mundo. Una antropología de los sentidos.
  • Claude Lévi-Strauss: Tristes trópicos.

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Hugo Ortega Gómez

Trabajador público en Salud Mental. Magíster en Filosofía. Corredor habitual. Cafetero empedernido. Disfruto la lectura y la (re)generación de preguntas.